Seguidores

Pages - Menu

martes, 23 de septiembre de 2014

"LA VIEJA LIBERTINA"

Hace muchos años, cuando era psicólogo muy joven, trabajé en algunos geriátricos.
Muchos de ustedes trabajarán o habrán trabajado en alguna institución, y sabrán que
lo que tiene que hacer todo el que trabaja en un establecimiento al ingresar es ir a la
cocina, porque la cocinera es la que está al tanto de todo lo que pasa.Más que los
médicos incluso.
Llegué, entonces, una mañana, me dirigí a la cocina y, como era habitual, le pregunté
a la cocinera;
-¿Y, Betty, alguna novedad?
-Sí, doctor- me llamó así aunque soy licenciado-. ¿Ya vio a la vieja libertina?
-No - le dije asombrado-. ¿Entró una abuela nueva?
-Sí, una viejita picarona.
Me quedé tomando unos mates con ella y no volví a tocar el tema hasta que entró la
enfermera y me dijo:
-Gaby, ¿ya viste a la libertina?
-No -le respondí.-Tiene que verla. Se llama Ana.
Lo primero que me llamó la atención fue que utilizara, para referirse a ella, el mismo término que había usado la cocinera: libertina. Pero lo cierto es que habían
conseguido despertar mi interés por conocerla.
De modo que hice mi recorrido habitual por el geriátrico y dejé para el final la visita a
la habitación en la que
estaba Ana. En esa hora yo me había estado preguntando de dónde vendría el mote
de vieja libertina. Supuse que, seguramente, debía ser una mujer que cuando joven
habría trabajado en un cabaret, o que tendría alguna historia picaresca. Pero no era
así. Cuando entré en su habitación me encontré con una abuela que estaba muy
deprimida y que casi no podía hablar a causa de la tristeza. Su imagen no podía estar
más lejos de la de una vieja libertina. Me acerqué a ella, me presenté y le pregunté:
-Abuela, ¿qué le pasa? Pero ella no quiso hablar demasiado; apenas si me respondió
algunas preguntas por una cuestión de educación. Pero un analista sabe que esto
puede ser así, que a veces es necesario tiempo para establecer el vínculo que el
paciente necesita para poder hablar. Y me dispuse a darle ese tiempo.
De modo que la visitaba cada vez que iba y me quedaba en silencio a su lado. A
veces le canturreaba algún tango. Y, allá como a la séptima u octava de mis visitas la
abuela habló:
-Doctor, yo le voy a contar mi historia. Y me contó que ella se había casado, como se
acostumbraba en su época, siendo muy jovencita, a los 16 años con un hombre que
le llevaba cinco. Yo la escuchaba con profunda atención. -¿Sabe? -me miró como
avisándome que iba a hacerme una confesión-, yo me casé con el único hombre que
quise en mi vida, con el único hombre que deseé en mi vida, con el único hombre que
me tocó en mi vida y es el hombre al que amo y con el que quiero estar. Me contó
que su esposo estaba vivo, que ella tenía ochenta y seis años y él noventa y uno y
que, como estaban muy grandes, a la familia le pareció que era un riesgo que
estuvieran solos y entonces decidieron internarlos en un geriátrico. Pero como no
encontraron cupo en un hogar mixto, la internaron a ella en el que yo trabajaba, y a él
en otro. Ella en provincia y él en Capital. Es decir que, después de setenta años de estar juntos los habían separado. Lo que
no habían podido hacer ni los celos, ni la infidelidad, ni la violencia, lo había hecho
la familia. Y ese viejito, con sus noventa y un años, todos los días se hacía llevar por
un pariente, un amigo o un remisse en el horario de visita, para ver a su mujer. Yo los
veía agarraditos de la mano, en la sala de estar o en el jardín, mientras él le
acariciaba la cabeza y la miraba. Y cuando se tenían que separar, la escena era
desgarradora.
¿Y de dónde venía el apodo de vieja libertina? Venía del hecho de que, como el
esposo iba todos los días a verla, ella le había pedido autorización a las autoridades
del geriátrico para ver si, al menos una o dos veces por semana, los dejaban dormir la
siesta juntos. Y entonces, ellos dijeron: -Ah, bueno... mirá vos la vieja libertina.
Cuando la abuela me contó esto, estaba muy angustiada y un poco avergonzada.
Pero lo que más me conmovió fue cuando me dijo, agachando la cabeza:
-Doctor, ¿qué vamos a hacer de malo a esta edad? Yo lo único que quiero es volver a poner la cabeza en el hombro de mi viejito y que me acaricie el pelo y la espalda,
como hizo siempre. ¿Qué miedo tienen? Si ya no podemos hacer nada de malo.
Conteniendo la emoción, le apreté la mano y le pedí que me mirara. Y entonces le
dije:
-Ana, lo que usted quiere es hacer el amor con su esposo. Y no me venga con eso de
que ¿qué van a hacer de malo? Porque es maravilloso que usted, setenta años
después, siga teniendo las mismas ganas de besar a ese hombre, de tocarlo, de
acostarse con él y que él también la desee a usted de esa manera. Y esas caricias, y
su cara sobre la piel de sus hombros, es el modo que encontraron de seguir
haciéndolo a
esta edad. Pero déjeme decirle algo, Ana: ése es su derecho, hágalo valer. Pida,
insista, moleste hasta conseguirlo. Y la abuela molestó.
Recuerdo que el director del geriátrico me llamó a su oficina para
preguntarme:
-¿Qué le dijiste a la vieja?
-Nada- le dije haciéndome el desentendido- ¿Por qué?
La cuestión fue que contactamos con la asistente social del hogar en el que estaba su
esposo, nos propusimos encontrar un geriátrico mixto para que estuvieran juntos.
Corríamos contra reloj y lo sabíamos. Tardamos cuatro meses en encontrar uno. Sé
que, dicho así, parece poco tiempo. Pero cuatro meses cuando alguien tiene más de
noventa años, podía ser la diferencia entre la vida y la muerte. Además ella estaba
cada vez más deprimida y yo tenía mucho miedo de que no llegara. Pero llegó.
Y el día en el que se iba de nuestro geriátrico fui muy temprano para saludarla, y e
cuanto llegué, la cocinera me salió al cruce y me dijo:
-No sabés. Desde las seis de la mañana que la vieja está con la valija lista al lado de
la puerta. -Yo me reí. Entonces fui a verla y le dije:
-Anita, se me va. Y ella me miró emocionada y me respondió: -Sí doctor... Me vuelvo
a vivir con mi viejito. -Y se echó en mis brazos llorando.
-Ana- le dije- Nunca me voy a olvidar de usted. Y como habrán visto, no le mentí. Jamás me olvidé de ella, porque aprendí a quererla y respetarla por su lucha, por la
valentía con la que defendió su deseo y porque gracias a esa vieja barata, pude
comprobar que todo lo que había estudiado y en lo que creía, era cierto: que es
verdad que la sexualidad nos acompaña hasta el último día y que se puede pelear por
lo que se quiere aunque se deje la vida en el intento. Y además, porque la abuela me
dejó la sensación de que, a pesar de todas las dificultades, cuando alguien quiere
sanamente y sus sentimientos son nobles, puede ser que enamorarse sea realmente
algo maravilloso y que el amor y el deseo puedan caminar juntos para siempre.
DEJEMOS EL PREJUICIO Y LA CRITICA.. SEAMOS TOLERANTES!!

No hay comentarios:

Publicar un comentario