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miércoles, 11 de mayo de 2016

¿Por Qué Mejor No Miento?

En ocasiones solemos pasar por alto la importancia que tiene la verdad. La verdad es lo que existe, aquello que podemos demostrar sin duda y con contundentes pruebas. La honestidad es precisamente no intentar falsear de ningún modo esa verdad, no intentar falsear la realidad.

¿Cuántas veces hemos creído que decir la verdad no tiene importancia?


Y como los propios enfermos mentales terminamos creyendo hasta nuestras propias mentiras. Este mal hábito puede formar parte de nuestra vida desde muy chamos, cuando decimos por primera vez “Yo no fui” sabiendo que no es cierto. Desde ese momento comenzamos a construir la cadena que en muy poco tiempo terminará atándonos como esclavos.

¿Esclavos de qué?

De la mentira y, en consecuencia: de la desconfianza. Desconfianza de los demás y hacia nosotros mismos. Cuando yo soy partícipe de la mentira, cuando yo las pronuncio sin cesar eventualmente consideraré que tú también lo haces. Ningún lazo de amistad verdadera será posible si la base de nuestra relación es ese lodo fresco y asesino llamado: mentira. La mentira es la forma más común que utilizamos para evadir nuestras responsabilidades y todos sabemos que la irresponsabilidad es un muy mal accesorio que no podemos esconder de nuestro atuendo universal: nuestro rostro.

¿Te imaginas que digan: “Vaya, allá va aquel irresponsable y mentiroso”?

Y penosamente ese será tu distintivo, tu sello ante las miradas de reproche. En este caso no se trata de lo que los demás piensen de ti, sino de lo que realmente eres. Porque la honestidad es una virtud y cuando la posees eres original, eres diferente y eres confiable. Otros creerán en tu palabra, tendrás poder de persuasión y lograrás atraer a ti a todas aquellas personas que te interesen y valoren tu personalidad.

A ver mentiroso… ¿Seguirás creyendo que te la estás comiendo con tu cara de yo no fui?

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