Irte a vivir solo después de vivir casi veinte años con tus padres es un paso que marcará tu vida, como el primer día que anduviste en bicicleta, el primer beso o la primera vez que una paloma te defecó en el ojo. Son cosas importantes, que generan gran impacto en nuestras vidas. Y el primer día solo es algo inolvidable.
La vida con los padres suele tener beneficios y desventajas, y toda casa es un mundo aparte. Pero el tener que cumplir con sus horarios, cenar sin ver la televisión, hablar sobre cómo ha sido nuestro día, pasar el trapo por donde hayamos ensuciado, o soportar los merecidos gritos justamente por no haber limpiado aquello que ensuciamos, son algunas de las cuestiones que se viven a diario en varias casas de familias.
Yo recuerdo que en la época de mis padres se cenaba a las nueve en punto, la tele se apagaba mientras se comía en familia, mi madre hacía veinte mil preguntas por día, mi hermano menor me hacía otras setenta preguntas, tenía que salir a saludar cuando venían visitas, debía ir a comprar alguna cosita para la comida, y no podía beber una cerveza por la tarde sin que mi madre me mirara con mala cara. Ni hablar de música a todo volumen ni dejar una piel de banana sobre un lugar que no sea en la basura.
Y así como recuerdo eso, recuerdo el primer día viviendo solo. Puse la música bien fuerte, comí siete veces en un día (chatarra y a destiempo), desconecté el cable del teléfono para no contestar ni una pregunta, bailé desnudo, tiré la piel de la banana en el piso, tomé cinco cervezas tirado en el piso, y por la noche llamé a veinte amigos para que vinieran a mi casa nueva. Al día siguiente me levanté con una rara sensación de libertad y de cansancio.
Hoy sigo viviendo solo, pero ya no me acuesto en el piso, ni bailo desnudo, ni tiro las pieles de las bananas en el piso. Ya no saturo los altavoces a todo volumen ni como salchichas frías con mayonesa por la mañana mientras miro cualquier cosa en la TV.
Esas son cosas del primer día, en el que uno hace cosas que jamás haría en otro día, como acostarse a dormir en el piso ocupando todo el suelo teniendo un colchón al lado. Forman parte de esas sanas locuras que uno hace en momentos de liberación, y que luego, a veces más, a veces menos, se estabilizan en otra sintonía.
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