Desde que éramos niños, nuestros padres, hermanos, compañeros de clase o vecinos marcaron ya una etiqueta en nuestra frente acerca de cómo nos veían. Hicimos un personaje de esa marca que nos pusieron: el gracioso, el guapo, el intelectual, el responsable… Incluso nosotros mismos nos autoimpusimos unas cualidades que nos repetimos constantemente. Ese rol nos ha sido útil a veces, para sentirnos únicos en medio de un grupo, ganar seguridad en situaciones concretas o incluso esconder nuestras emociones más íntimas bajo el manto de una pose social. Pero otras tantas nos han limitado como personas, impidiendo que dejáramos salir otros aspectos de nosotros, igual de auténticos y necesarios en el conjunto de nuestra identidad.
A veces las etiquetas vienen marcadas por un rol en la familia. Por ejemplo, nuestro hermano siempre era el más listo, y nos acostumbramos a hacernos los graciosos porque la etiqueta de “inteligente” ya estaba ocupada. También los grupos de amigos tienden a generalizar características, como en las series de televisión, donde hay uno que siempre es el atrevido, otro el guapo y así se van creando los distintos estereotipos, como roles inamovibles y muchas veces incompatibles entre sí. No se deja espacio para que el guapo sea inteligente también, el gracioso tenga momentos de seriedad, profundidad, tristeza o apatía.
Si alguien está interesado por los números, se presupone que será insensible, o si es un artista, se espera que sea bohemio y desorganizado. Tampoco son menos los tópicos aplicados a hombres y mujeres que obligan a mantener unos ciertos estilos para evitar destacar demasiado o generar ciertas sospechas. Vendemos nuestra felicidad a cambio de aprobación, y sacrificamos la posibilidad de vivir grandes experiencias por la seguridad de lo conocido.
Pero en realidad nadie nos limita más que nosotros mismos. Por mucho que haya personas que nos influyen, son nuestros miedos, prejuicios e inseguridades los que realmente nos impiden dar un paso. Nadie nos juzga más duro que nosotros ni nadie puede realmente conseguir que cambiemos si no somos nosotros mismos. Cuesta volver a empezar, soltar ese rol, atreverse a sacar del todo esa máscara que nos da seguridad y que creemos que es el motivo por el que nos quieren, nos respetan o nos reconocen.
Comenzar de nuevo suena a liberación, pero también da mucho miedo y parece que nos deja sin el suelo donde hemos estado pisando siempre. Muchas veces no conseguimos cambiar realmente porque dentro de nosotros todavía hay un niño pequeño al que le da miedo salir de la zona de confort. Pero no sabremos lo que nos espera hasta que no lo probemos, como hicieron muchas personas en la historia que supieron marcar la diferencia, y no dejaron que las etiquetas les impidieran ir más allá. Recuerda aquello que decía Steve Jobs: “si vives cada día como si fuera el último, algún día tendrás razón”.
La buena noticia es que cada día podemos volver a empezar; y un día como hoy, la antesala del año 2015, tenemos una buena oportunidad para hacerlo. Podemos aprovechar el comienzo de un nuevo año, el alto en el camino y la magia de esta noche para explorar rincones de nuestra personalidad desconocidos hasta para nosotros, empezar a vivir experiencias que nunca nos habíamos permitido y, sobre todo, liberar esa parte de nosotros que pueda hacernos más felices.
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