Hay quien piensa que lo de quedar bien a toda costa es algo que solo hacen los adolescentes, pero lo cierto es que lo más raro es encontrar personas que realmente hagan lo que quieran, sin que les importe lo que otros piensen, o al menos al cien por cien. A veces vamos a sitios que en realidad no nos gusta ir, vemos películas que en el fondo nos aburren o cultivamos aficiones que en verdad no nos despiertan el más mínimo interés.
Estamos disfrutando de una canción que nos recuerda a la infancia, pero si de pronto aparece alguien a quien queremos impresionar, la quitamos deprisa, no vaya a ser que piense que nos falla el gusto musical, porque lo que suena no es precisamente Bethoven, ni Queen. O miramos en el escaparate una bonita falda que no encaja con nuestro estilo, así que preferimos contemplarla en el maniquí o en las piernas de otra. Y es que muchas veces, con pequeñas y grandes cosas de la vida, anteponemos aparentar en vez de hacer lo que realmente queremos. Elegimos un modelo de perfección a seguir, aunque sea a costa de nuestra felicidad.
Hay casos en los que es más exagerado aún, porque ni siquiera nos damos permiso a nosotros mismos para disfrutar de algo que consideramos que no es digno de nuestro disfrute, y sentados en nuestra enorme dignidad, vanagloriándonos en esa búsqueda de la perfección, nos perdemos muchas experiencias que nos habrían encantado. Y es que dentro de muchos de nosotros hay un snob que tiene muy buen gusto pero se amarga bastante la existencia, un snob que nos habla en forma de voz de la conciencia cuando decidimos hacer algo que nos puede dejar en ridículo o puede parecer algo que no nos gusta ser.
Otros tienen como pose la propia autenticidad, y lo que les parecería aberrante sería hacerse un selfie queriendo, solo porque ya lo hacen todos. Hay quienes buscan ser perfectamente imperfectos, y llevar el peinado perfectamente descolocado, o hacerse la foto perfectamente natural. El problema de esa voz snob que tenemos dentro no es la bandera que levante o los colores que sienta, sino el afán con que sea capaz de pisar nuestra propia felicidad, a costa de su modelo de perfección.
Nos perdemos experiencias maravillosas que hay más allá de nuestro rumbo marcado, de nuestra propia idea de quiénes somos o de cómo se deben hacer las cosas con tal de ser alguien supuestamente valioso según un determinado canon. El miedo al ridículo, a la pérdida de un reconocimiento social o al riesgo de convertirnos en alguien que no queremos ser nos hace convertirnos muchas veces en más ridículos que nadie y lo que es mucho peor, infelices.
Como un niño que está fumando por primera vez, muchas veces tosemos por dentro mientras fingimos placer por fuera. Algo que no tiene mucho sentido, si pensamos que todos en realidad queremos ser felices. Entonces, ¿por qué ponemos trabas a nuestra felicidad? Unas luces horteras pueden parecernos bonitas, una canción de lo más cutre puede hacernos vibrar por dentro y hasta el chico más feo puede enamorarnos, pero necesitamos darnos permiso a nosotros mismos para disfrutar de las cosas de la vida por mucho que creyéramos hasta ayer que ese color de lámpara era de personas con mal gusto, o que nunca saldríamos con una persona así.
Tú, y solo tú, en la soledad de debajo de las sábanas, sabes lo que realmente te gusta, lo que te hace feliz y lo que quieres. Cuanto menos tardes en reconocerlo, vivirlo y liberarlo, cueste lo que cueste, menos tardarás en ser feliz y más tiempo de tu vida sentirás que estás aprovechando realmente.
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