Te quedas a dormir. Conoces a su familia, eres la confesora de su madre y en las bodas de todos los primos cuentan ya contigo. Sabes el día en que nació, sabes lo que desayuna y cómo toma el café. Usas sus sudaderas para estar por su casa y sabéis que, si la telepatía no existe, vosotros tenéis algo que se le parece mucho.
Te lo cuenta todo. Quién le ha hecho daño y a quién ha hecho daño él. Conoces todas sus fortalezas y, sin pedirlo, sus puntos flacos. Lo que ve cuando se mira al espejo. Cuántos hijos quiere tener y cómo les quiere llamar. En lo que piensa cuando se mete en la cama y cómo es en ella. Sus pasiones. Habláis del pasado, del presente y del futuro, de lo que dijo que nunca haría y aun así hace. Habláis hasta de lo que no quiere hablar.
Le prestas dinero, le prestas tu teléfono. Estás ahí. Lloras las muertes de su familia y pierdes las horas de sueño que hagan falta. Le sorprendes con pasteles y apareces en su casa con la cesta llena para preparar algo loco. Siempre recuerdas su cumpleaños, aun sabiendo que puede que él no recuerde el tuyo.
Dormís en la misma cama, con los brazos y las piernas entrelazados. Vuestros labios se llegan a tocar en alguna ocasión. Te llama “su esposa” y os brillan los ojos cuando bebéis vino e imagináis vuestra vida juntos. Tenéis bromas internas que duran décadas y canciones clave que cantáis al llorar, gritar o reír como orangutanes.
Los recuerdos nunca son amargos, ni ambiguos. Simplemente decides disfrutarlos. Lo haces todo con ellos con la ilusión de un niño hasta que, un buen día, te das cuenta de que le quieres. Pero él no es para ti.
Y de repente. Se va. Se aleja. Vas viendo a modo de espectadora cómo conoce a la chica equivocada para él, como un cuadro torcido que no puedes recolocar. Como un pelo en la cara que no llega a quedarse detrás de la oreja. Como una pestaña que se quedó en su pómulo y no puedes soplar.
No es un contrato que tú firmaras, ni un acuerdo al que accedieras. No es un camino que hayas escogido tras descartar otras opciones, por lo que te quedas sin personas a las que culpar más allá de la que eres tú. Pero no hay nada por lo que debas culparte, porque está en tu ADN. Eres la chica con la que todos quieren casarse, pero con la que nadie va a salir.
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