Situada entre el río Támesis y Fleet Street, se erige la que se conoce como iglesia del Temple en Londres. Se trata de uno de los cinco templos circulares que todavía restan en pie en Inglaterra. Fue construido en el siglo XII como capilla y cuartel general de la Orden de los míticos monjes guerreros. Bajo su cúpula se extiende una nave circular de 16,76 m de diámetro, rodeada de columnas de mármol que recuerdan poderosamente al Santo Sepulcro de Jerusalén. No es por casualidad. Los templarios no daban puntada sin hilo en lo que a simbolismo se refiere. Pero lo que más llama la atención de esta coqueta iglesia son las lápidas antropomorfas –a tamaño real– de nueve caballeros templarios que descansan en su suelo calizo, iluminadas por la increíble luz que mana de la cúpula. Bueno, en realidad se trata de efigies. Los sepulcros y otros monumentos funerarios se hallan realmente en los laterales de la iglesia y hasta se puede ver la celda donde los monjes guerreros dejaban morir de inanición a los miembros disidentes.
Pero la tranquilidad de este lugar especial –donde antiguamente podías escuchar hasta el eco de tus pasos– se vio perturbada abruptamente gracias a la mención que Dan Brown hizo del mismo en su bestseller El Código Da Vinci. Una turba de turistas apasionados por el misterio busca desde entonces en su interior códigos ocultos y mensajes cifrados en las efigies templarias, quién sabe si para comprobar el anagrama que reza en la novela: “En Londres reposan los restos de un Papa caballero que debía tener su orbe junto a él, en la tumba…” ¿Hay realmente un mensaje oculto en las tumbas templarias? ¿Radica en ellas el secreto del Temple?
La fundación del Temple
Mi querido amigo Juan García Atienza solía decirme que la insistencia en determinadas cifras o con la incidencia de símbolos concretos, podían servir “para que una élite supuestamente escogida, que compartía el lenguaje secreto del símbolo, se percatase de que, detrás de una fecha, de una palabra equívoca o hasta del color de un manto o de la forma de un templo, podía encontrarse toda una declaración de intenciones”. Cuánta razón tenía. Al menos en lo que respecta a la iglesia del Temple.
No hay templarios bajo las efigies de los nueve caballeros londinenses. Sólo se trata de imágenes esculpidas en piedra de Caen, consagrada en 1185 por Heraclio, a la sazón patriarca de Jerusalén, que velan –pretendidamente– para proteger esta antigua iglesia. La más antigua fue creada en el año 1227 para representar a Sir Roger de Ros, aunque la más famosa pertenece a William Marshall, conde de Pembroke, que hizo de mediador entre el rey Juan Sin Tierra y los barones en 1215. Junto a ella están representados, también, dos de sus hijos. Todos los caballeros yacen con sus ojos abiertos, representados en sus treinta y pocos años, la edad en que supuestamente murió Cristo y en la que, según su creencia, los muertos se levantarán a su regreso. Toda una declaración de intenciones.
Busco alguna clave en la posición de las manos, los escudos y armaduras, las espadas y los animales que yacen a los pies de algunas efigies, pero no atisbo a encontrar nada relevante en ellas. La solemnidad del enclave, su semejanza estructural con el Santo Sepulcro, por el contrario, sí me transportan a Tierra Santa y a la misteriosa fundación de la Orden. ¿Guardarán algún secreto, alguna clave para desvelar los enigmas que rodean a los templarios?
Recordemos que corría el año 1118 cuando nueve caballeros dieron forma a las ideas del primer abad de Claraval y se unieron para crear una Orden caballeresca. Recibiría inicialmente el nombre de Pobres Caballeros de Cristo aunque, en poco tiempo, serían conocidos como militia templi –soldados del templo–, Caballeros del Temple o, simplemente, templarios. La razón de ese nombre radica en el lugar en que residieron durante su estancia en Jerusalén: el Templo de Salomón, donde permanecieron, en clausura, nueve años tomando los votos de pobreza, castidad y obediencia...
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