“En profesiones como la que yo tengo se palpa que todos los compañeros no han tenido vocación de esta profesión, de actores, sino de actores triunfantes. Pero actores triunfantes hay diez. Entonces vive uno constantemente rodeado de personas frustradas”.
Fernando Fernán Gómez.
Cuando somos niños, soñamos con hacer cosas extraordinarias. Imaginamos a lo grande y nos situamos allí. Todo nos parece posible y el presupuesto de nuestras pretensiones no escatima en gastos: no queremos ser un futbolista, queremos ser el que marca el gol de la final; no queremos ser un cantante de bar o el que crea corrillos en su Plaza Mayor, queremos ser el que llena los estadios.
Pasan los años y crecemos convencidos de que madurar es aprender ‘cómo son las cosas’, y damos con ello el primer paso hacia el conformismo al tiempo que cambiamos el subjuntivo infantil por el indicativo adulto. Del deseo a la ‘realidad’. ¡Quién querría ser una estrella… con lo que eso quema!
Cualquiera puede decir con ‘semi-razón’ que la mayoría de deseos de un niño está fuera de posibilidad, pero es solo una razón a medias. Se trata de sueños que, analizados ahora, pueden parecer una tontería, pero que no lo son. Lo que ocurre es que, cuando nos vamos haciendo mayores, nos damos cuenta de la dificultad de las cosas, y que aquello por lo que realmente podemos luchar no es tan grande como creíamos. Pero eso no implica que no debamos pelear por nuestro trocito.
Le tendencia de nuestros días a simplificarlo todo (lenguaje, estrategias, relaciones, etc.) por la primacía de la inmediatez ha conducido a un contexto repleto de dicotomías o dualidades opuestas: rico-pobre, bueno-malo, todo-nada y, la más dañina a la que nos ocupa, éxito-fracaso. Pero la paradoja de las dicotomías es que, dividiendo todo en dos montones, se dejan cosas de por medio, y en el caso del éxito y el fracaso, lo que hay en medio es el intento.
Por eso el mundo no se divide entre los que lo consiguen y los que no, sino entre los que se esfuerzan y los que no, los que lo intentan y los que dicen “¡va, esto no va conmigo!”.
Sueños los tenemos todos, pero solo son unos pocos los que no los abandonan.
“Lo contrario del éxito no es el fracaso, es no intentarlo”.
El mundo no es solo para los mejores, es para todos. Decía Voltaire que “lo mejor es enemigo de lo bueno”, y no le faltaba razón ni le sobraban motivos. Vivimos en una cultura que distribuye por todos sus canales mensajes de exigencia y que demanda resultados buenos y rápidos. Esto ha producido en nosotros una forma de parálisis por miedo al fracaso que nos ahoga en un mar de oportunidades perdidas.
El perfeccionismo, lejos de ser clave alguna del éxito, es una zancadilla en el camino del logro que solo evidencia un miedo a la incertidumbre, a no ser demasiado buenos. Y el que no acepta la incertidumbre, se queda sin sorpresas.
En este momento ya no es la cultura, sino nosotros mismos, quien crea una dicotomía que bien podría llevar el lema de “o dios, o nada”, donde, de nuevo, en medio aparece algo: tú. Y es en esa mitad, la del intento y la acción, entre los dioses y los mortales, donde, como se escribía en la mitología griega, reside el espacio para los héroes. Ni divinos como para ser inmortales ni terrenales como para ser olvidados, simplemente héroes.
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