La felicidad no consiste en llenar nuestra
vida de años, sino los años de vida.
Jesús Sánchez Martos
Cuentan que cuando un antropólogo del Gobierno colonial belga llegó al Congo a principios del siglo XX y se encontró con una tribu de pigmeos, al ver en ellos unas personitas tan menudas, desnudas y alegres, les preguntó si se sentían hombres felices. Los pigmeos no supieron responder. La palabra felicidad no estaba en su vocabulario. No la necesitaban.
Pretender un consenso alrededor de la palabra felicidad es un imposible. Cada uno tiene su definición y ningún diccionario parece abarcarla.
Están quienes afirman que la felicidad es una invención de nuestra cultura y los que la consideran una utopía inalcanzable, pero necesaria para hacernos caminar. “La felicidad es el camino”, dicen. Hay para quien solo existen los momentos felices y para quien puede llegar a ser un estado permanente; los que dicen que feliz se es y los que dicen que en la felicidad se está. Está el continuo desear de Occidente y la moderación de Oriente; los que buscan la felicidad en el poder, el dinero y las posesiones y los que tratan de reducir el deseo a su mínima expresión; los que la buscan en la Tierra y los que se reservan para el cielo. Están los científicos que se atreven a lanzar una fórmula (F = E (M+B+P)/R+C), los que hablan de un gen de la felicidad y los que dicen que lo único de lo que podemos hablar es de bienestar o satisfacción. Están los que creen que la felicidad es amar y los que creen que es amarse, así como los que piensan que hay que amarse para amar. Están los que la intentan vender y los que la intentan comprar, los que la cantan, los que la escriben y hasta los que la huyen. Están los que como Santa Teresa confiesan que su mayor pecado fue querer ser feliz y los que como Borges afirman que no haberlo sido es el peor de los pecados.
“Quiero tener cosas que contar. Quiero cuando me vaya sentir que he pasado por aquí”.
Entre tanta definición y tanta diferencia me queda la sospecha de que quizás la búsqueda de la felicidad sea la pregunta equivocada. Por eso, y a riesgo de equivocarme, permitidme decir lo siguiente:
Yo no he venido aquí ni a ser feliz ni a no ser feliz, yo aquí he venido a vivir.
He venido aquí a mirarle a los ojos a la vida y a aceptar que entre ella y yo nunca va a ir todo bien. Que si bien está llena de alegrías, ilusiones y sorpresas, también lo está de sinsabores, sustos y decepciones. He venido a aceptar el desafío de llevármelo todo: besos y tortas, comienzos y rupturas, triunfos y fracasos. Yo no quiero una vida a cachitos y recortada, yo la quiero entera, porque prefiero un dolor de verdad a una alegría de mentira. Quiero una historia con su trama, su intriga y sus desenlaces, con sus anhelos, sus “lo logré” y sus “casi lo consigo”. Quiero cuando me vaya sentir que he pasado por aquí.
Quiero tener cosas que contar. Quiero guerras, hazañas, amistades, viajes y aventuras. Quiero conocer la paz de un camino recto y asfaltado, pero también la adrenalina de la curva. Y si alguien prefiere quedarse en una roca de Nepal meditando, serenando su alma, controlando sus deseos y alcanzar así los mayores niveles de felicidad, me parece bien, pero yo esa vida no la quiero. No quiero una vida calmada, sin sufrimiento, sin impotencia y sin frustración. Repito: yo la quiero entera.
Para ser sinceros, entre tanta definición de felicidad, yo ya no sé si esta es momentánea o sostenida, pero sí sé que no quiero –aunque existiera– un orgasmo de toda una vida. “La felicidad ininterrumpida aburre, debe tener alternativas”, decía Molière. Yo quiero salir, ponerme guapo, encontrarla, jugar, conquistarnos, comernos, retarnos y después, por unos segundos (y solo por unos segundos), corrernos. Porque hay cosas que aunque solo duran un rato y aparecen para después desaparecer, pueden en su fugacidad justificar una vida entera.
“No he venido a ser perfecto, he venido a ser real”.
No quiero vivir tratando de controlarlo todo. No he venido aquí a decirle a la Tierra como debería rotar, he venido aquí a recostarme en su pecho y girar con ella. Tampoco he venido a vivir seguro, a ganar o a acertar, sino a atreverme, a jugar y a elegir. Quiero que muera ese niño que cuando tiene hambre, tiene teta, y que si no la tiene llora. Quiero vivir la vida con las reglas de la vida, donde unas veces se gana y donde otras se aprende. Quiero desterrar de mi vocabulario las palabras exigir, juzgar y esperar, y quiero que, en su lugar, aceptar, valorar y amar queden subrayadas.
He venido aquí a quererte como eres y a que me quieras como soy, y tal vez eso no haga más feliz el momento, o no lo haga más perfecto, pero tampoco he venido aquí a ser perfecto, he venido a ser real. Y si en el intento por vivir historias, exprimir cada momento y tratar de abrazar una vida auténtica voy dejándome jirones de felicidad, acepto con honor el trato, pues no debemos olvidar que en el humano deseo de vivir feliz, feliz es solo el apellido de su acción protagonista: vivir.
Realmente un muy buen relato. tu perspectiva es tanto como asombrante como unica. Es un placer leerte. No dejes esa esencia tuya
ResponderEliminar