A nadie le gusta que le mientan. No nos hacen gracia las mentiras piadosas ni que decidan por nosotros lo que debemos saber o no. Si la verdad hace daño somos nosotros quienes lo tenemos que considerar.
La gente tiene la mala costumbre de ocultar cosas que hacen, dicen o piensan porque creen que así nos evitan el daño. Pero no, en realidad no hay nada tan desgarrador como la mentira, el ocultismo y la hipocresía. Nos hace sentir pequeños y vulnerables a la vez que genera desconfianza e inseguridad ante el mundo.
A lo largo de nuestra vida sufrimos y lloramos por cientos de situaciones que otros generan. Sin embargo, todos esos sentimientos y emociones nunca caen en saco roto; por el contrario, gran parte de nuestros aprendizajes están mediados por los daños y el dolor.
Asimismo, sufrir nos hace comprendernos, conocernos y entender aquello de que no hay mal que cien años dure ni cuerpo que lo aguante. De esta forma conseguimos gestionar nuestras emociones o, dicho de otra manera, salir del túnel.
Nuestra vida es nuestra, la vivimos como queremos y no como juzguen los demás. ¿Decidiríamos por alguien a quién tiene que amar y de qué manera? No, eso es una locura. Se ha intentado, sí, pero siempre sin éxito ya que es injusto intentar decidir por los demás.
Decir las cosas a la cara es ser sincero, nada más y nada menos. La gente confunde esto con la falta de educación, de tacto o de prudencia. Dado que la sinceridad es un término que lleva a confusión y cada uno tiene su propia versión del cuento, veamos algo más sobre ella.
La sinceridad no es decir todo lo que nos viene a la cabeza ni decirlo de forma brusca ni hacerlo en cualquier momento. Asimismo, ser sincero con criterio, empatía y ética no significa maquillar la realidad, sino adecuar su comunicación al momento y a la persona.
La sinceridad nos hace compañeros, gente leal, íntegra. O sea, buena gente. Como es obvio, muchas veces la intención no es mala sino todo lo contrario. Sin embargo, debemos saber que no diciendo la verdad estamos faltando al respeto a la persona “afectada”.
De hecho, mintiendo a alguien le privamos de la oportunidad de manejar su dolor y de asumir la lección que le toca aprender. Por eso esto resulta algo tremendamente injusto y abusivo.
La sinceridad nunca duele, lo que duele son las realidades. Pero que alguien sea sincero siempre es un gran gesto, pese lo que pese y a quien le pese. No obstante puede ocurrir que alguien prefiera vivir en un mundo de fantasía y cegado a la realidad. En ese caso, todo es respetable.
En resumen, la verdad construye y la mentira destruye. Cada uno de nosotros estamos capacitados para asumir la realidad de lo que nos atañe y, por ende, de resolver los posibles daños que nos pudiera ocasionar.
No podemos vivir esperando que la vida sea un camino de rosas ni para nosotros ni para los demás. Así, siempre que nos corresponda deberíamos optar por ser sinceros y no privar a la gente de la oportunidad de crecer superando las adversidades o incomodidades de su propia existencia.
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