Cambiar de lugar de residencia, ya sea por trabajo, por estudios o, poniéndonos en el más romántico de los casos, por amor, siempre se convierte en una experiencia de lo más excitante, gratificante y llena de oportunidades, sobre todo si vienes de una ciudad pequeña. Nueva vida, nueva gente, nuevos lugares…
O al menos eso es lo que tú te creías cuando decidiste cambiar de aires, porque la realidad es bien diferente y tardas poco en darte de bruces con ella. Sí, tu vida va a cambiar y conocerás gente nueva a no ser que seas un antisocial, pero lo de explorar nuevos lugares ya es otra historia. Básicamente por una razón: tus planes de viajar, con suerte, se ven reducidos a las vacaciones de verano.
Vas a currar mucho para poder pagar el elevado alquiler de la habitación de tu piso compartido para ir sobreviviendo. Si coincide que los astros se alinean, vas a tener puentes de tres días, los cuales, si no eres el mayor pringado de la Tierra y tienes que trabajar, te gustaría aprovechar para descansar o, en el caso de que hayas ahorrado algo, viajar.
Pero da la casualidad de que tienes gente que te quiere, lo que en realidad no es más que un mero añadido al hecho principal de que vives en una ciudad con atractivo turístico. Por ello vas a tener visitas de tu familia, tus amigos, los amigos de tus amigos, sus novios, amantes, hijos y animales de compañía. Todo dios va a aprovechar que te has largado para “acordarse de ti” e ir a visitarte, incluso aquellos que cuando estabas en casa ni te llamaban.
Todos menos tus padres, que a ellos parece que les cuesta moverse y cada vez que les recuerdas que pasan de tu cara porque en los cinco años que llevas viviendo fuera han ido a visitarte dos veces, utilizan la vieja excusa de “mejor ven tú, que es más fácil que se mueva uno que nos movamos dos…”. Así que los puentes que no tienes visita, y sobre todo, los cuatro días que tienes en Navidad, se convierten en lo más parecido a un anuncio de turrones. Porque por Navidad, en vez de escaparte a Islandia a ver la casa de Papa Noel, tú vuelves a casa.
Y esa es la realidad de irte a vivir fuera: un montón de visitas que te impiden escaparte los fines de semana, alteran tu rutina, ocupan tu baño y utilizan tu champú. A veces parece que te van a volver loco, pero cuando están contigo pasas unos días geniales.Y cuando se van, la casa se queda totalmente en silencio, como si estuviera vacía.
Digamos, pues, que en realidad, las visitas tampoco están tan mal.
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