Mucho se ha especulado en los últimos años sobre la verdadera vida de Jesús, sobre sus enseñanzas y su divinidad. Si esta le fue atribuida posteriormente por los primeros padres de la Iglesia o si muchos de los hechos que se le atribuyen y que conforman las bases del cristianismo se basaron en religiones paganas anteriores. También sobre su relación con María Magdalena y una posible descendencia de ambos. Pero también existe controversia sobre algo aún más relevante y que podría hacer temblar los pilares de la Iglesia: ¿existió realmente Cristo?
Imaginemos por unos instantes que el Nuevo Testamento no dice la verdad sobre Jesús y sus autores no son quienes la tradición siempre nos ha transmitido; que los padres de la Iglesia manipularon obras históricas de autores judíos y romanos, interpolaron párrafos durante la traducción de textos sagrados y plagiaron elementos procedentes de las religiones mistéricas; que en los primeros concilios ecuménicos hubo sobornos y traiciones para elaborar la enrevesada teología cristológica bajo unas determinadas directrices; que se luchó hasta la saciedad para ocultar toda prueba sobre el verdadero origen gnóstico del cristianismo; y, lo más grave de todo, que Jesús no tuvo una existencia real sino meramente mítica… Es posible que los hechos fueran así y no como nos los han venido contando desde hace casi dos mil años.
Es muy posible también que esta sea la verdadera conspiración que se ha tejido en torno a la figura de Jesús, y no la descrita por Dan Brown en El Código Da Vinci, cuyo argumento –el matrimonio entre Jesús y María Magdalena, cuya descendencia estaría vinculada con el linaje de los reyes merovingios, secreto este que habría permanecido custodiado por el Priorato de Sión–, fue, por cierto, magistralmente refutado por la periodista Marie-France Etchegoin y el experto en religiones Fréderic Lenoir en The Code Da Vinci: L’Enquête, y que, como suele ocurrir cuando se pretende desmitificar algo, no tuvo apenas trascendencia en los medios, ni siquiera especializados.
En los últimos años, he buceado en los orígenes del cristianismo, buscando posibles evidencias históricas sobre la existencia de Jesús, consultando textos de historiadores judíos y romanos de su época –para ver qué mencionaban sobre este singular hacedor de milagros que supuestamente resucitó tres días después de su crucifixión–, y comprobando las coincidencias y contradicciones entre los cuatro Evangelios canónicos.
A su vez, me ha llamado poderosamente la atención el enorme esfuerzo de los primeros apologistas cristianos para convencer, a través de sus escritos, de la existencia histórica de Jesús. Ese detalle me puso en guardia –si realmente existió, ¿por qué tanto empeño en querer demostrarlo?–. Y no digamos al observar el asombroso paralelismo existente entre Cristo y otros hombres-dioses pertenecientes a las religiones mistéricas. Conforme más profundizaba en el tema, las sorpresas crecían.
Poco a poco, veía cómo mis ideas favorables respecto a su existencia histórica –aunque convencido siempre de que su biografía estuvo muy maquillada por quienes pretendieron divinizarle–, se tambaleaban, dando paso a un escepticismo cada vez más sólido, hasta el punto de que hoy, quien esto suscribe, está plenamente convencido de que Jesús no es más que un mito reinventado, sin el menor vestigio histórico.
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