Un mal día en el trabajo, una discusión con la pareja o un momento de desánimo, y abrimos la nevera como por inercia, buscando una respuesta a nuestra angustia existencial. Pagamos el enfado con una tableta de chocolate o derramamos nuestras lágrimas sobre un trozo de pastel. En el mejor de los casos, conseguimos animarnos y recuperar la alegría de vivir, pero a menudo nos sentimos aún peor, y hemos creado un nuevo problema.
Y es que comer es algo que los seres humanos hemos elevado más allá de la supervivencia: nos reúne entre amigos, nos proporciona un placer a veces inexplicable y puede incluso aliviar una ansiedad que nos devora. Pero, como ocurre siempre que no disparamos en el blanco de nuestros problemas y simplemente les ponemos pequeñas tiritas para tranquilizarnos, seguimos insatisfechos.
Entonces, uno cree que lo que necesita es un chocolate más sabroso, una casa más bonita o una novia más guapa, y sigue abriendo la nevera, en una desesperación en aumento que cada vez hace más grande el agujero interior. Porque hay vacíos que la comida no puede llenar. El vacío de una cama fría o el de entrar en casa y que nadie conteste al saludo. El de sentirnos solos aun cuando nos rodean muchas personas o el de perder la ilusión por algo que antes conseguía motivarnos. Todos esos vacíos interiores no se llenan con comida, porque no es el estómago el que nos pide alimento.
Necesitamos aprender a dar de comer a nuestras emociones, nuestras ilusiones y nuestra mente. Hay un chocolate emocional por descubrir, y está ahí fuera, esperándonos. Se puede encontrar en los abrazos, la belleza del brillo de una calle mojada, una gran conversación con un amigo, el orgullo de haber conseguido algo o una maravillosa banda sonora.
Pero antes de lanzarte a descargar la nueva app Cuddlr y que te regalen algún abrazo, comprar entradas para un concierto sublime o coger el móvil y marcar el teléfono de alguno de tus buenos amigos, primero hace falta pararse. En esos momentos de vacío, cuando algo dentro de nosotros nos impulsa a buscar fuera alguna clase de estímulo que nos devuelva la fuerza, es cuando más necesitamos mirar dentro y preguntarnos qué queremos. Si no nos hacemos esta pregunta y la tapamos con azúcar y placer rápido o la enterramos en la gratificante sensación de una gran noche de amigos, cada vez nos costará más escucharla.
Es la pregunta que nos ayuda a descubrir un sueño dormido, un talento escondido y un amor olvidado. Es la que nos permite seguir disfrutando del chocolate, los abrazos y los amigos. Porque sin amor propio, no hay espacio para los otros; y sin llenar el vacío de nuestros deseos más profundos, no habrá experiencia, por maravillosa que sea, que nos devuelva la sensación de plenitud.
Consejo milenial: no intentes calmar un vacío emocional llenando el estómago.
No hay comentarios:
Publicar un comentario