Los tomates no son lo que eran. Duran más tiempo y se producen en masa, pero muchos creen que han perdido su sabor. Ahora, los científicos prometen recuperarlo.
Existe un consenso general sobre que la insipidez de las hortalizas se extiende como una mancha de aceite. Especialmente la del fruto de la tomatera (Solanum lycopersicum), una planta que, según se ha podido averiguar tras secuenciar su genoma, ha sobrevivido a las grandes extinciones –incluida la que acabó con los dinosaurios y el 75 % de las especies del planeta– y que, ahora, se ve superada por la falta de sabor. Hubo un tiempo en que, al llevárnoslos a la boca, los tomates, carnosos y aterciopelados, estimulaban todas y cada una de nuestras papilas gustativas, deleitándonos con su gustillo un poco ácido, un poco dulce, un poco umami... y sus matices florales y notas verdes.
Mayor resistencia, menor sabor
¿Cómo se explica ese cambio radical? “Para empezar, no hemos mantenido una buena genética en nuestros tomates”, explica Antonio Granell, investigador del Instituto de Biología Molecular y Celular de Plantas Primo Yúfera –un centro mixto del CSIC y la Universidad Politécnica de Valencia–. Su mejora se ha centrado en aumentar la productividad de la planta, conferirle resistencia a enfermedades e incluso permitir que se riegue con agua salada y, cómo no, retrasar la maduración para que el fruto no se estropee mientras es llevado al supermercado. Excelente. Si no fuera por que en el camino los productores han descuidado su paladar. Granell, sin embargo, los disculpa. “No se ha hecho con mala intención: es solo que el mejorador de esta hortaliza suele manejarse con unos pocos caracteres fáciles de evaluar y con una genética relativamente simple”. Pero el sabor es un carácter complejo que depende de muchos compuestos y genes asociados, hasta hace poco ignotos.
“Cuando incorporamos genes de resistencia de especies silvestres relacionadas con el tomate mediante cruces, selección, y luego más retrocruces, es inevitable quedarse con una región del genoma silvestre que afecta –y mucho- al sabor, aunque hasta hace poco lo ignorábamos”, aclara Granell. Para colmo, la mayor parte de las variedades modernas en el mercado son híbridas y llevan una versión del gen rin –el de larga vida–, cuyo fin es retrasar la maduración y permitir a los frutos mantenerse duros más tiempo. Solo tiene una pega, y es que lo hace a costa de frenar el desarrollo del sabor completo típico de un buen tomate.
A esto se suma otro error garrafal: los tomates se recogen muchas veces de la mata en estadio maduro verde para aumentar su vida útil, cuando “si saliesen de la planta en estadio pintón (anaranjado) o pintón avanzado mejoraría significativamente el sabor”, explica Granell. Y, encima, la refrigeración del producto durante el transporte también pone trabas al desarrollo de los compuestos que le dan el sabor específico al tomate.
En busca del gen perfecto
Así las cosas, ¿qué puede hacer la ciencia para que los tomates sepan igual que antaño? De momento, los expertos ya les han hecho la ficha a las moléculas que contribuyen al buen sabor y han identificado dos azúcares, dos ácidos orgánicos y una veintena de compuestos volátiles –de los más de cuatrocientos que se encuentran en el fruto– como responsables del gusto típico a tomate. Lo que viene a continuación parece evidente: hay que hacer todo lo posible para retener los genes sabrosos. Granell y sus colegas ya se han puesto manos a la obra y están desarrollando marcadores genéticos que los mejoradores podrían utilizar para seleccionar aquellos ejemplares que, tras los cruces, no solo porten los genes de resistencia a enfermedades y productividad, sino también las versiones de los genes de sabor superiores.
Puedes leer íntegramente el artículo ¡Menudo tomate!, escrito por Elena Sanz, en el número 440 de Muy Interesante.
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