José Antonio Arrabal, que tenía ELA, se suicidó porque quería decidir cuándo dejar de vivir
Con torpeza, pero decidido, José Antonio Arrabal toma dos frascos de medicación que sorbe con una pajita. “Está muy malo, joder, cómo está”, es su comentario a cámara en el vídeo que ha grabado en soledad y al que ha tenido acceso EL PAÍS. Es la puesta en práctica de lo que lleva meses planeando, desde que la esclerosis lateral amiotrófica (ELA) que le diagnosticaron en agosto de 2015 acelerara el proceso de deterioro que padece: el 2 de abril de 2017, por la mañana, cuando su familia le dejó solo, se quitó la vida.
Lo tiene todo preparado. En la mesa del cuarto de estar del piso de Alcobendas (Madrid) en el que vive desde hace más de 30 años, este electricista que nació en Riocabado (Ávila) hace 58 años ha dispuesto meticulosamente los documentos importantes para lo que va a hacer: su DNI, su historia clínica, su testamento, una carta al juez, un papel en el que hace donación de su cerebro y una hoja que solo dice: “No reanimación”.
Viendo la dificultad con la que se mueve, su mano izquierda ya inutilizada, es fácil imaginar el esfuerzo de tanto preparativo. La misma minuciosidad del manitas que afirma que es —que era antes de la enfermedad, quiere decir—, como demuestran los muebles construidos por él y la enorme pajarera que tiene un periquito y una pareja de vistosos diamantes de Gould que acaban de perder su última nidada. Es el mismo cuidado con el que ha colocado, sobre la mesita del salón, los frascos de medicamentos comprados por Internet que, primero, le dejarán dormido y, después, le provocarán una parada cardiorrespiratoria.
Nada ha dejado Arrabal para la improvisación. Ha preparado lo que quiere leer mientras espera el efecto de la medicación. “Durante este tiempo he leído los dos primeros de la Trilogía del Baztan de Dolores Redondo”, dice con una voz que en el mes y medio que ha pasado entre las dos entrevistas que ha mantenido con EL PAÍS se ha hecho más cansada. “En el tercero voy por el 24%. No me va a dar tiempo a acabarlo”, asume con ironía.
El sillón es casi la única concesión que ha hecho en el día a día de su casa a la enfermedad. No ha habido obras de adaptación en el baño ni en otras dependencias. “Total, iban a ser unos meses y me tenía que gastar un dinero que así queda para mi familia”, explica. Por eso mismo no ha ido a Suiza, país que permite el suicidio asistido. “Eran 12.000 euros”.
Lo tuvo claro desde que le dieron el diagnóstico de ELA. “Me informé un poco y vi lo que me esperaba: acabar vegetal”, añadía el 10 de febrero, cuando ya solo apuraba el tiempo que la movilidad de la mano derecha le iba a permitir retrasar el suicidio. Aún en su último día, la mueve compulsivamente, como para comprobar que todavía va a servirle para tomarse, solo, la medicación.
En octubre del año pasado notó que el deterioro se aceleraba. Tuvo que dejar de pintar y debió cambiar el modelo de libro electrónico por uno con menos botones y más sencillo, ante la progresiva torpeza de su mano. Pero la falta de capacidad motora ha ido a más. “Ya necesito ayuda para darme la vuelta en la cama, para vestirme, para desnudarme, para comer, para limpiarme. Solo puedo beber con una pajita en una taza de plástico, porque no puedo con un vaso de cristal”, relata en el vídeo que ha dejado. También necesita ayuda para respirar, “sobre todo por la noche”.
“Lo que me queda es un deterioro hasta acabar siendo un vegetal. Y yo he sido siempre muy independiente. No quiero que mi mujer y mis dos hijos hipotequen lo que me queda de vida en cuidarme para nada”, explica. Todo lo ha hecho pensando en ellos. Ha elegido el día para suicidarse porque esa mañana su mujer y uno de sus hijos van a la piscina. El otro chaval se ha ido a pasar el fin de semana a casa de un amigo. “Les he dicho que tarden en volver, para que ya haya pasado todo”. También por ellos, sobre todo, quiere grabar el proceso. “Así nadie podrá acusarles de colaboración con el suicidio”, afirma.
Arrabal lo tiene claro: si hubiera una ley de suicidio asistido y eutanasia como la que ha pedido en Change.org y que aún se mantiene activa con más de 9.000 firmas, “podría retrasar” la decisión. “Habría aguantado más tiempo. Pero quiero poder decidir el final. Y la situación actual no me lo garantiza”, explica con una indignación pausada, no se sabe si por su carácter o porque los problemas para respirar le frenan. “La verdad es que es triste que no haya una ley que regule estos actos. Así me la estoy jugando. He tenido que comprar los medicamentos por Internet, lo que no da ninguna garantía”.
Que no se piense que no ha querido luchar. Antes del diagnóstico de ELA había superado una hipereosinofilia, una grave enfermedad de los glóbulos blancos de la sangre. Luego se ofreció en el hospital Carlos III de Madrid, un centro de referencia en la esclerosis lateral, a participar en un ensayo clínico. “Servir para algo”, dice. Pero las secuelas de su anterior dolencia le convertían en no apto para el estudio. “No me voy por cobarde ni porque esté solo y piense que me van a cuidar mal. Al contrario. Tengo una mujer y unos hijos que sé que se van a desvivir por mí”, subraya como para prevenir que haya acusaciones en este sentido.
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